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Ajedrez

  • Juan Pablo Hernández
  • Oct 24, 2017
  • 7 min read

El viejito se sentaba en la misma silla de la misma mesa, en la misma esquina del mismo café, en la misma posición: con el codo izquierdo sobre la mesa, su mano arrejuntada en un puño, y su cabeza reposando sobre los nudillos. La misma mirada de ojos grises enfocaba el mismo tablero de ajedrez, con las piezas en exactamente la misma posición. Siempre iba ahí, todos los días, a la misma hora. Pedía un té, pero no lo bebía, y al salir pasaba depositándolo en el basurero al lado de la puerta. Se quedaba exactamente una hora, y luego se retiraba, por exactamente la misma calle, lento. Nadie se sentaba frente a él, del lado de las piezas blancas; aquellos que intentaban recibían una fría mirada gris.

Recuerdo que en algún momento la gente preguntó por él. Rumores corrían por el concurrido café. Era un diplomático, varado por años en un país donde no conocía a nadie. Era un profesor cuya vida era enseñar, pero fue despedido. Era un padre al que le habían prohibido ver a sus hijos. Pero nadie hablaba con el viejito para preguntarle exactamente la razón por la que observaba con tanto empeño ese viejo y desgastado tablero de ajedrez, reposando sobre la mesa.

Ahora nadie se fijaba en el viejito, sentado solo en su esquina del café. Pero eso no le importaba demasiado; nunca le había importado. En su juventud--o, al menos, hacía muchos años--lo único que le importaba era lo que se posicionaba al otro lado de la mesa. Una sonrisa, enmarcada en piel perfecta y morena, encabezada por unos ojos cafés, más café que el chocolate caliente que vendían en ese establecimiento, que alumbraban la mesa como faroles.

Verás, algo que descubrí, no sin sorpresa, es que al viejito realmente no le apasionaba mucho el ajedrez. Nunca había sido muy bueno, de todas formas. Pero ella sí que lo era. Era la mejor estratega que él había conocido, y la mejor jugadora de ajedrez de la ciudad. Su vida era un revuelo, pero al menos, sobre ese tablero, ella tenía completo control. Y la vida de él era aburrida, pero al menos la sonrisa al otro lado de la mesa le agregaba sazón. Cada tarde, después de la universidad, trazaba el camino de su clase, a través de las calles, hasta el pequeño café, escondido entre dos grandes edificios en la concurrida avenida Jasper L. Carlton. Lento, metódico, sin prisa, como un arquitecto trazando un plano. Ella siempre jugaba con las piezas blancas, y siempre movía primero su pieza favorita: el peón del extremo izquierdo del tablero. Él respondía siempre moviendo uno de los peones, pero lo escogía aleatoriamente, para que ella no se aburriera o pensara que él no jugaba en serio. Nunca le había interesado demasiado el ajedrez, hasta que se enamoró de ella, y su dulce sonrisa, y sus profundos ojos cafés, y su piel morena. Y desde entonces, eso era todo lo que le importaba; no porque quisiera pasar tiempo con ella, simplemente, sino por la manera pícara en la que la muchacha sonreía cuando hacía un movimiento estratégico, jurando haberle tendido una trampa. Él siempre caía, a pesar de estar marginalmente consciente de qué trampa le había tendido. Ella le hablaba de sus sueños de ser bailarina, y él le contaba de sus intenciones de abandonar la ciudad, y perseguir sus sueños de ser arquitecto, o ingeniero. La nuestra es una ciudad vieja, y no había un lugar donde él pudiera innovar, pero el mundo era grande.

Poco a poco la muchacha comenzó a llegar al café más esporádicamente. Su técnica se volvió menos rigurosa, sus movimientos menos interesados, su sonrisa menos pícara. Con el tiempo, su sonrisa dejó de ser una sonrisa, y su presencia dejó de ser presencia. Siempre había una excusa. Su clase de filosofía, o de latín, o su trabajo como mesera en la hamburguesería local.

Recuerdo el dolor en los ojos del viejito cuando me contó que, una tarde, la había encontrado compartiendo un beso con un muchacho con el que recibía sus clase de filosofía en la universidad. No intentó describir el dolor, pero pude verlo ahí, en sus ojos, después de todos esos años. No te lo imaginas. La muchacha y él no hablaron por seis meses, pero su amor por ella no desapareció, ni se redujo en la más módica cantidad. Solo la miraba, de la mano del muchacho de filosofía, el que escribía poemas en su tiempo libre y hablaba siete idiomas, de los cuales tres estaban muertos. Y él pensaba, ¿qué importaban las voces de una civilización muerta, cuando él tenía en su garganta miles de palabras para ella, que se habían fosilizado por la espera? A ella nunca le habían interesado demasiado los lenguajes, de todas formas. Pero al muchacho de su clase de filosofía sí.

Una noche tormentosa, encontró a la muchacha haciéndole señas con los brazos mientras conducía a través de la quinta calle, en camino a su casa. Su auto se había descompuesto, dijo, y necesitaba que la llevara. Él no lo dudó un instante. Nunca dudaba. Preguntó si quería que la llevara a su casa, pero ella respondió negativamente, ya que venía de allí. Su padre había estado bebiendo, y cuando su padre bebía, la casa no era un lugar seguro. Así que él se la llevó a su casa, le dio un cambio de ropa, y le preparó un té. Ella se disculpó por no haberse comunicado en tanto tiempo, por haberse olvidado de su rutina de ajedrez, y prometió que, si él estaba interesado, podían encontrarse al día siguiente, en la misma mesa, en la misma esquina del mismo café. Como los viejos tiempos.

Así que al día siguiente la dejó en la universidad, y se fue a trabajar. Cuando llegó la hora, trazó el mismo camino que siempre trazaba, lento, metódico, sin prisa, como un arquitecto trazando un plano, y llegó al café una hora antes de lo estipulado. Compró un té verde, el favorito de ella, y le sirvió dos cucharadas de azúcar. A ella le gustaba el té con dos cucharadas, ni más ni menos. Si había una más, el té sería demasiado dulce para su gusto, y si había una menos, sería demasiado amargo. Así que lo sirvió él, para asegurarse de que fuera perfecto; seis meses después, y aún recordaba perfectamente la manera en que ella se servía el té.

Y esperó en la silla.

Y esperó.

Y esperó un poco más.

Su mirada se oscureció al pronunciar esas palabras, como si acabara de tragar veneno. Esperó dos horas, y la muchacha nunca apareció. Así que regresó caminando bajo la torrencial lluvia, y fue a la universidad de ella. Trazó el camino de la universidad al café, por la misma ruta que ella siempre atravesaba, corriendo, con el pulso acelerado y sus nervios en alerta.

No la encontró a ella. Pero encontró una pequeña multitud, bajo la lluvia, arrinconada a la mitad de la calle. La gente se codeaba para ver algo en el centro del grupo. Sirenas, luces blancas, azules y rojas, llenaban el aire, pero para él, había total silencio. Se abrió camino. Y allí estaba ella, en el centro de la multitud, con una manta blanca sobre su delicado cuerpo. Ese delicado cuerpo que él tanto había amado, roto. No había cámaras en esa calle, verás, o en ese sector de la ciudad. Nadie pudo identificar al dueño de la camioneta azul marino que había cortado por la mitad la vida de la muchacha. Los oficiales de policía no tenían gran cosa qué decirle, a pesar de haber querido. Él se fue, lento, metódico, con la cabeza baja, trazando las calles como el poeta traza palabras sobre las hojas de su cuaderno.

No salió de su casa en un mes; no asistió al funeral, pero le contaron que el muchacho de la clase de filosofía escribió un precioso poema en latín en honor de su amada. Al menos, dijeron que era hermoso, claro, pero nadie podía entenderlo. Pero él no podía dejar de pensar, ¿qué importaban las voces de una civilización muerta, cuando había palabras en su cuello para ella, que ella nunca llegaría a escuchar? La sombra en su rostro no desapareció después de relatarme esa parte. No salió de su casa en un mes, y al salir, no fue a visitarla al cementerio. En lugar de ello, trazó el camino de su casa al café, lento, metódico, sin prisa, como un arquitecto trazando un plano. Se sentó en la misma silla de la misma mesa, en la misma esquina del mismo café a la misma hora que siempre lo hacía, y sirvió una pequeña taza de té verde, con dos cucharadas de azúcar (ni más ni menos). Y esperó. ¿Por qué no lo haría? Ella no estaba muerta. Se convenció de que tal vez, solo tal vez, si esperaba el tiempo suficiente, una tarde ella cruzaría el umbral del café, dando sus mismas excusas, con el mismo vestido color rojo con el que la conoció. Vería el té verde sobre la mesa y sonreiría radiantemente (esa sonrisa que tanto alimentaba su corazón), y se sentaría frente a él. Movería el primer peón blanco del extremo izquierdo del tablero, y todo estaría bien. Donde quiera que estuviera la muchacha, sabría dónde encontrarlo si se quedaba allí, en ese café. Así que, por insensato que sonara, esperó. Cuando la muchacha no apareció ese día, se retiró, y regresó al día siguiente, a la misma hora. Nunca abandonó la ciudad. ¿Qué más podía hacer, si no era esperar? ¿Qué tal si ella regresaba, y no lo encontraba ahí?

Incluso después de que dejé de trabajar en ese café, seguí escuchando del viejito. Algunos dicen que se rindió, y dejó de llegar al café. Pero yo no les creo. Nada es más firme, e incansable, que un hombre con un corazón que clama moribundo.


 
 
 

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