Estar despierto
- José Javier Gálvez
- Jan 16, 2017
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Hoy es de esas veces que, no importa cómo te acomodés, no podés conciliar el sueño. La pesadez de la noche vigila cada movimiento tuyo y el entumecimiento en brazos y piernas termina resultando más cómodo que el golpeteo cansino sobre tus venas. Bajas a tomar un vaso de agua con la esperanza de que lo frío del líquido te queme en la conciencia. O, por lo menos, la lengua. Afuera es de noche. O, en esta ocasión, la noche es afuera. Aquí, nada. Ni ruido, ni silencio, porque no hay nadie que grite o que calle. No sabés lo que es, y empezás a dudar que, en efecto, sea.
Cerrás los ojos y, otra vez, sentís palpitar los párpados, como martillos molestos, como únicos compañeros. La reverberación seca de tus pasos te guía hasta el pequeño féretro dentro del que tus manos buscan, temblorosas, una pastilla. “Ojalá fuera cianuro”, pensás. No, en realidad no. Ojalá te durmiera.
Regresas a la cama. Olvidaste la esperanza en la sala de estar, pero bajar otra vez ya está de más. Tus ojos se ahogan, intentan aferrarse a algo, flotar. Si hubiera techo, te daría vueltas. Si hubiera firmamento, te caería encima, como en noche de jardín, como a astronauta de infancia. A lo lejos, el reloj. “Ya va a ser hora”, te reclama la conciencia. “¿De qué?” le reclamás vos. A continuación, silencio ensordecedor.
-¿Hay alguien?
-Sí, vos.
-Ah gracias. Si no, no me gusta estar despierto.
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