El hombre que fue inicio y fin.
- José Javier Gálvez
- Jan 16, 2017
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Fue hace mucho tiempo ya. Digo, hace mucho tiempo porque no sería más que un vano pretensionista si con ánimos de parecer historiador sin serlo, datara una fecha a los acontecimientos por relatar. Es, en efecto, “hace mucho tiempo” lo más exacto que se puede decir de los mismos. Así puede el lector situar en el tiempo la historia tan lejos como alcance su imaginación y tan cerca como le resulte cómodo.
Pues, para situar el contexto (no temporal, pues ese ya se ha establecido), diremos eso que se dice cuando empieza una historia:
Érase una vez.
Érase una vez una guerra. Resulta que en esta guerra, como suele pasar en las guerras, los pormenores de la táctica militar, de la ocupación territorial y del enfrentamiento bélico mismo, no dejan tiempo a las nimiedades. Nimiedades que lo son para los altos mandos, los capitanes y generales que avanzan rimbombantes entre las filas de sus soldados, con sus botas relucientes y sus trajes llenos de medallitas tintineantes que representan sus muchas cicatrices en el rostro, cubierto ya por sus enormes bigotes, los cuales acarician al paso del rebote de sus enormes estómagos forrados de piel. Pues las nimiedades estas, no lo son para los soldados que han llegado a serlo sin desearlo.
Porque resulta que en esta guerra, como suele pasar en las guerras, los componentes de las multitudes batallantes resultan ser aquellos traídos a regañadientes, a quienes su amor patrio transformado en autoridad coaccionaria ha traído a ser parte de nuestra historia. Y de la guerra, claro está. Y uno de estos, no soldado de profesión pero para el momento en que sucedían las cosas, sí que lo era de oficio, pensó una vez en las nimiedades. No podrían estas ser nimiedades de guerra si nadie se ocupase de pensarlas y, este hombre, que también era pianista antes de la guerra, pensó una vez algo que nadie suele pensar. ¿Qué proyectil comienza la guerra y cuál la termina?
Porque, entre el mar incontable de proyectiles que se lanzan en una guerra, uno tenía que ser el primero, y uno el último.
Pues verá usted que el señor pianista/soldado, llegó a tan admirable conclusión en un momento precisamente oportuno. Y lo fue porque una guerra no es una guerra hasta que alguien decide ser el primero en lanzar un proyectil. Hasta que alguien decide hacerlo o, mientras piensa precisamente en eso, posicionado al frente de batalla, con el rifle cargado balanceándose sobre el brazo y las piernas dando tumbos descontrolados, cae al suelo accionando su arma sin querer. Tal y como le pasó al señor soldado/pianista. Da la casualidad entonces que él mismo, contra su propia voluntad, habría de ser el responsable del inicio de la guerra. Tal vez no ideológicamente, pero empíricamente, habría sido él.
Y a continuación de su desafortunado disparo, el caos se habría hecho presente en el campo de batalla y los soldados de ambos bandos habrían en contacto no precisamente bondadoso más por una sed de sangre que no tenían pero que aparentaban que por las órdenes tácticas de sus señores capitanes y generales.
Los días siguientes, la guerra se llevó a cabo con toda normalidad. Heridos por acá, caídos por allá. Una guerra hecha y derecha, ni más ni menos. Si quien fungiese de espectador se hubiere esforzado un poco, habría hallado al soldado/pianista entre las masas, acarreando víveres, personas y municiones. Correteando y arrastrándose, mientras se hacía el entendido en táctica militar. Pero nunca lo habría visto haciendo uso sensato de su rifle, que permanecía intacto a excepción del gatillazo inicial que había desatado la actividad bélica.
Y sucedió que mientras la guerra estaba por llegar a su final, porque resulta que así suele ser en las guerras, si no serían eternas y esto interferiría con la naturaleza de casi todo lo que existe, el soldado/pianista aún ponderaba la existencia del proyectil final, que era el que hacía falta en su lista de cosas por conocer.
Así pues, estando en medio del bosque, en plena guardia de medianoche, mientras casi todos dormían, el soldado/pianista se adormecía haciendo mal uso de su rifle, que todos sabemos que se utiliza con fin de aniquilar al oponente y no de usarlo como soporte nocturno, lo accionó insensatamente.
En la espesura del bosque, a mediana distancia, donde la vista yo no era si quiera pensable, se oyó un quejido, como de esos que emiten los hombres cuando son alcanzados por un proyectil en medio de la guerra. Las casualidades de la vida coincidieron todas en que la bala perdida no fuese tan perdida y alcanzara justo al capitán general rimbombante, bigotudo y panzón del bando opuesto, quien dirigía una emboscada nocturna a punto de ser puesta en escena.
Y no hubo más que el pánico entre el ejército ahora acéfalo que, viéndose desprovisto de indicación alguna, dejó las armas y se alzó despavorido a la retirada. Escuchóse desde entonces maldiciones, gritos de júbilo y de apremio, pero no más de proyectiles en su viaje.
Y puesto que el señor soldado/pianista fue posteriormente condecorado, el solamente podía pensar en nimiedades: dos proyectiles habían sido lanzados desde su desdichado rifle: el primerísimo primero, y el ultimísimo último.
Después de todo, siempre lo había dicho su madre: ¡lo que se empieza, se termina!
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